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¿Ha pensado alguna vez en el peligro de obedecer una orden?

Estudios han demostrado que no somos tan diferentes a los soldados del ejército nazi o los militantes del EI. Aunque no pertenezca a una organización armada, usted puede cometer actos en contra de sus principios sólo por obedecer una orden.

Alejandra Corredor
23 de marzo de 2015

A la memoria de Javier y Miriam, con toda mi solidaridad para su familia, amigos y la comunidad del MBA del Instituto Empresa.

Hace unos días, los colombianos Javier Camelo y su madre, Miriam Martínez, fueron asesinados en el atentado que el Estado Islámico efectuó en el Museo del Bardo en Túnez. Dos hombres armados entraron al centro turístico y pusieron fin a la vida de 23 personas, al tiempo que hirieron a 47 más.

Es muy difícil entender las razones que motivan este tipo de brutalidad, así como las torturas sistemáticas que se dieron en las prisiones de Guantánamo y Abu Ghraib, o la crueldad del Holocausto durante la Segunda Guerra Mundial.

Más aún, es imposible entender cómo usted y yo, personas con altos principios y valores, podríamos vernos involucrados en una acción de tal magnitud. Sin embargo, ante la influencia de una figura de autoridad, es algo que podría suceder.

En la década de 1960, poco después de que el militar alemán Adolf Eichmann fuera juzgado por crímenes contra la humanidad, el sicólogo Stanley Milgram de la Universidad de Yale, quiso estudiar si Eichmann y los ejércitos a su cargo actuaban deliberada y conscientemente o si, por el contrario, sus actos eran sólo producto de la obediencia.

Para probarlo, reclutó a personas con distintos grados de escolaridad entre los 20 y 50 años de edad. Cada uno de ellos fungiría como “maestro” de un supuesto aprendiz, quien en realidad era miembro del equipo investigador.

El falso estudiante debía memorizar parejas de palabras y al equivocarse, un “supervisor”, que también hacía parte del equipo científico, le ordenaría al maestro proporcionarle una descarga eléctrica a su alumno.

El estudiante se equivocaría varias veces, de tal suerte que el supervisor le pediría al maestro aumentar la intensidad de la descarga hasta llegar a 450 Voltios. La máquina exhibía un letrero que indicaba que un voltaje de ese nivel, causaría la muerte del sujeto.

Ninguna persona recibió los choques eléctricos, pero los maestros no lo sabían. Los estudiantes estaban fuera de su campo visual y el único contacto entre ellos era la respuesta a las preguntas, o un grito que sonaba cada vez que se generaban las supuestas descargas eléctricas.

Al alcanzar 300 Voltios, los gritos se suspendían, dando a entender que el estudiante había perdido el sentido.

A pesar de manifestarle al supervisor la inconformidad con el experimento, el 100% de los participantes continuó hasta llegar a los 300 Voltios. Más aún, el 65% de los participantes alcanzó a descargar el voltaje que podía causar la muerte de su alumno.

Más allá de pensar en las implicaciones trágicas del experimento y en cómo permite analizar el comportamiento antisocial que se presenta alrededor del mundo, hay que ver el Experimento de Milgram como una oportunidad de reflexión personal y una advertencia clara sobre los peligros de la obediencia frente a figuras de autoridad.

Con frecuencia, se escucha en casos de corrupción e ilegalidad que los “mandos medios” de las entidades involucradas, son castigados por la ley sin haber orquestado los planes ni haberse beneficiado de sus resultados.

Estas personas argumentan haber seguido las órdenes de sus jefes, quienes se escabullen de sus responsabilidades puesto que el material probatorio inculpa a los subordinados.

Esta columna es una invitación a no tragar entero: recuerde los resultados del Experimento de Milgram cuando sus superiores le pidan hacer algo con lo que no esté de acuerdo.

Cambiar una cifra, firmar un documento, aceptar el nombramiento de una persona en un cargo o rechazar a otra, pueden cambiar su vida para siempre. No se vea involucrado en algo contrario a sus principios, por sucumbir irracionalmente a la obediencia.

Como concluyó Stanley Milgram en el documento que acompañó los resultados de su prueba, “al desempeñar sencillamente un oficio, sin hostilidad especial de su parte, el hombre común puede convertirse en agente de un proceso terriblemente destructor”.

Alejandra Corredor Melo
MBA – Universidad de Chicago
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